Cada tecla del piano le hacía
vibrar, le hacía ver elegante cada taxi y cada particular que rebasaba el
colectivo en el que viajaba, de ser de otra manera hubiera do aterrado aferrado
a diez uñas al asiento en el que iba, asqueado del sudor en el brazo de la
mujer gorda que estaba sentada junto a él con un niño en brazos que en silencio
gesticulaba llanto mudo.
En el extremo opuesto iba Lilia, tan fast and furious, que percibía sólo luces y el bajo de Chris Edwars
y los dedos de Sergio Pizzorno rasgando la tarde, haciéndola pensar en una
noche Leicestershire, una tarde que jamás vería.
En ese momento, cada uno en su burbuja estaba lejos de
sentir los hedores del albañil con sus botas de hule, el muchacho con su caja
de madera en la que vendía dulces y cigarros, curtido por el sol del medio día
que ya se había ido llevándose consigo otra esperanza más de una vida mejor.
Rogers –llamado así por sus amigos en tono socarrón
porque una vez, durante un partido de futbol recibió una gran paliza, pero dijo
que podía durar todo el día-, se encontraba sentado justo en medio de dos
ancianos que sólo habían pagado medio pasaje, el de la izquierda sobresalía por
sus lentes “de fondo de botella” y el de la derecha por una cabeza cubierta de
canas blancas, no plateadas como las menciona la poesía. Él pensaba en una
tarde en el trópico, añorando paladear un buen ron y recostado en una hamaca,
mientras en un pensamiento encajonado se preguntaba cómo había ardido el cuarto
de Tula, meciéndose, en ambos planos al compás de la percusión.
Viena para Lucas, Leicestershire para Lilia y las
Antillas para Rogers, en cambio una pequeña ciudad chiapaneca para el resto de
los pasajeros a bordo de la unidad 03, para aquellos que no llevaban audífonos
y que no tuvieron con qué amortiguar el golpe de la muerte que se había vestido
de camión de diésel aquella fatídica tarde moribunda.
En realidad a Lucas no lo esperaba ningún conservatorio
porque sólo había practicado piano seis meses con su tía abuelo cuando estuvo
de paso por la ciudad, lo que lo esperaba era una beca de posgrado en el norte
de la ciudad.
Lilia esa noche sólo quería llegar a besar a sus dos
pequeños, en quienes depositaba toda su fe, su esperanza y su amor, por eso los
alimentaba con una dieta rica en hierro y calcio, los vestía con decoro y les
hacía ver sólo programas educativos.
Rogers
dejaría en el perchero de la entrada de su cas el ron, la hamaca y las
percusiones, besaría a su mamá en la frente y se iría a su recámara, trataría
de evitar –y sólo su agilidad para atrincherarse en su habitación decidiría si
podría evitar otro sermón sobre religión.
Cada
uno de esos mundos eclosionó esa tarde detrás de cintas amarillas de seguridad,
en una danza de química y física, fuego y agua emitidos por aquella explosión
que derrumbó cada mundo construido por su particular habitante.