No supo en realidad cómo pasó su
infancia. Recuerda algunas cosas que a medias le fueron contando personas que
lo conocieron de niño, y sorprendentemente tiene memorias muy nítidas de
sucesos acontecidos antes de los dos años, antes del año quizá, pero nada más.
Al tiempo que creció fue olvidando sus sensaciones infantiles; la curiosidad
que experimentaba al ver un llavero, o el extraño placer de cuando probó su
primer vaso de refresco de cola, un burbujear tan raro que cuando se acostumbró
a él no pudo volver a experimentar algo así.
Recordaba, claro, el
primer diente que se le había caído una mañana mientras se cepillaba los
dientes, tenía muy presente que se lo había llevado a su mamá y que ella le
había dicho que lo guardara en una de las gavetas de la máquina de coser,
recordaba incluso las palabras exactas que le dijo, pero no podía recordar cómo
se sentía mientras todo pasaba.
Ahora caminaba por las
calles y podía percibir los olores nauseabundos de los indigentes en una esquina,
y algunos pasos más allá la putrefacción de algún animal muerto, perros atropellados
la noche anterior y a quienes sus dueños habían sacado a tirar antes de que el
pequeño de la casa se levantara y preguntara dónde estaba Fido, Beto, o como sea
que se llamara el can.
Pero ningún olor podía
hacerlo experimentar lo que hacía tiempo estaba seguro que había sentido.
Estaba a punto de sostener la falsedad de que el olfato es capaz de llevarte de
vuelta al pasado y con ello a rendirse; entonces decidió intentar con otros
sentidos.
Y pasó intensas semanas
viendo, observando casi enajenado colores brillantes, colores traslúcidos,
colores aburridos, formas rectas, formas sinuosas, pero nado logró despertar en
él ningún asombro, a pesar de que estaba seguro de que cuando empezó a
descubrir el mundo debió haberlo sentido, era imposible no haberse sentido
sorprendido por la naturaleza de los colores y las formas.
Luego tocó el turno al
gusto, pero fue inútil, había tantas veces paladeado el sabor de la leche, de
los quesos, del refresco embotellado, que era imposible reconocer o recordar
cómo fue aquel primer sorbo.
El tacto casi lo hace
rescatar las sensaciones perdidas, casi.
La suavidad de su primer muñeco de peluche, un conejo color melón que le habían
regalado antes de los tres años. Su ahora textura áspera, lo hizo retroceder
hasta el momento en el que vio entrar a la hermana de su papá por una amplia
puerta, apenas la distinguía entre la luz que entraba de la calle, pero
recordaba que traía aquel conejo en las manos, limpio, colorido, suave, con
pequeñas almohadillas cosidas a la parte de su estómago y totalmente ausente de
olor, no como muchos cuyo olor a tela sintética hace felices a tantos pequeños,
no, este no olía a absolutamente nada. Era sólo un conejo de peluche color
melón.
Podía verse corriendo
detrás de los conejos blancos de su tía G aquel verano que pasó sin sus padres,
pero por alguna extraña razón, no podía revivir sus sensaciones, lo que pasaba
es que su prodigiosa memoria le traía todos sus recuerdos y los proyectaba,
pero no como una sala de cine con tecnología 4D, no, así no.
Casi estaba ahí, podía
verse a sí mismo alcanzando las sensaciones de sus recuerdos como cuando de
niño se paraba sobre una silla para alcanzar la parte más alta de la alacena,
donde estaba la bolsa de plástico oscuro en la que su mamá guardaba el
chocolate que preparaba con leche los domingos por la noche. Pero nada
concluyente.
Pero aún no había
probado con el oído. Cómo se le iba a ocurrir probar con ese sentido del que se
sentía personalmente defectuoso, era demasiado habitual que confundiera unas
palabras por otras. No obstante esa noche prendió un cigarro y se fue a la
cama, con las luces apagadas y el brazo extendido hacia la mesa de noche donde
se encontraba el cenicero fumaba.
La oscuridad era casi
total, la habitación era apenas iluminada por el tabaco quemándose en la punta
del cigarro, una diminuta luz roja que encendía con más fuerza cuando él
aspiraba, fue entonces que prestó atención al fenómeno de la combustión; cuando
aspiraba la luz no sólo era más fuerte, resultó que también podía escucharse un
ruido, casi imperceptible, discreto, sibilante, rastrero, como una serpiente
susurrando sobre su cuello, y recordó que era de noche.
No quiso escuchar más y
tratando de despabilarse prestó atención en los sonidos de fuera: el ondear de
la sábana en el tendedero, el rechinar de la puerta que daba al patio y el
crujir de las láminas del techo al pasar de los gatos. Más allá los murciélagos
chillando esa canción que siempre lo había arrullado, pero ahora no era
suficiente, así que volvió a poner su oído adentro.
El cigarro ya se había
acabado y la oscuridad era ahora total, un fenómeno que repercutió en que se le
aguzara el oído. El zumbido del refrigerador en la cocina, un coletazo más acá
de alguna cuija, las patas de algún insecto caminando rastreramente sobre las
hojas de algún libro. Ya la orquesta nocturna le era insoportable, lo era
porque recordó que en la oscuridad esos pasos de afuera podían no ser de gatos
y el rechinar de la puerta podían ser rasguños de alguna bestia desconocida,
una criatura que tal vez ya hubiera entrado, de ahí que la puerta ya no
rechinara, y se acercaba, porque el zumbido del refrigerador había dejado de
escucharse, tal vez lo hubiera destrozado, ¿pero, sin ruido? Quizá fuera
inteligente, tal vez lo había apagado. Pensaba eso cuando escuchó saltar uno de
los resortes del colchón. Tal vez ya estaba ahí, en su cama.
El resorte hizo por fin
saltar sus sensaciones y más allá de sus sensaciones, sus emociones infantiles:
porque en ese momento recordó que su más grande temor durante aquellos tiernos
años, fue el ruido, y esa sensación infantil, no volvió a abandonarlo nunca
más.