martes, 9 de septiembre de 2014

El ruido

No supo en realidad cómo pasó su infancia. Recuerda algunas cosas que a medias le fueron contando personas que lo conocieron de niño, y sorprendentemente tiene memorias muy nítidas de sucesos acontecidos antes de los dos años, antes del año quizá, pero nada más. Al tiempo que creció fue olvidando sus sensaciones infantiles; la curiosidad que experimentaba al ver un llavero, o el extraño placer de cuando probó su primer vaso de refresco de cola, un burbujear tan raro que cuando se acostumbró a él no pudo volver a experimentar algo así.
Recordaba, claro, el primer diente que se le había caído una mañana mientras se cepillaba los dientes, tenía muy presente que se lo había llevado a su mamá y que ella le había dicho que lo guardara en una de las gavetas de la máquina de coser, recordaba incluso las palabras exactas que le dijo, pero no podía recordar cómo se sentía mientras todo pasaba.
Ahora caminaba por las calles y podía percibir los olores nauseabundos de los indigentes en una esquina, y algunos pasos más allá la putrefacción de algún animal muerto, perros atropellados la noche anterior y a quienes sus dueños habían sacado a tirar antes de que el pequeño de la casa se levantara y preguntara dónde estaba Fido, Beto, o como sea que se llamara el can.
Pero ningún olor podía hacerlo experimentar lo que hacía tiempo estaba seguro que había sentido. Estaba a punto de sostener la falsedad de que el olfato es capaz de llevarte de vuelta al pasado y con ello a rendirse; entonces decidió intentar con otros sentidos.
Y pasó intensas semanas viendo, observando casi enajenado colores brillantes, colores traslúcidos, colores aburridos, formas rectas, formas sinuosas, pero nado logró despertar en él ningún asombro, a pesar de que estaba seguro de que cuando empezó a descubrir el mundo debió haberlo sentido, era imposible no haberse sentido sorprendido por la naturaleza de los colores y las formas.
Luego tocó el turno al gusto, pero fue inútil, había tantas veces paladeado el sabor de la leche, de los quesos, del refresco embotellado, que era imposible reconocer o recordar cómo fue aquel primer sorbo.
El tacto casi lo hace rescatar las sensaciones perdidas, casi. La suavidad de su primer muñeco de peluche, un conejo color melón que le habían regalado antes de los tres años. Su ahora textura áspera, lo hizo retroceder hasta el momento en el que vio entrar a la hermana de su papá por una amplia puerta, apenas la distinguía entre la luz que entraba de la calle, pero recordaba que traía aquel conejo en las manos, limpio, colorido, suave, con pequeñas almohadillas cosidas a la parte de su estómago y totalmente ausente de olor, no como muchos cuyo olor a tela sintética hace felices a tantos pequeños, no, este no olía a absolutamente nada. Era sólo un conejo de peluche color melón.
Podía verse corriendo detrás de los conejos blancos de su tía G aquel verano que pasó sin sus padres, pero por alguna extraña razón, no podía revivir sus sensaciones, lo que pasaba es que su prodigiosa memoria le traía todos sus recuerdos y los proyectaba, pero no como una sala de cine con tecnología 4D, no, así no.
Casi estaba ahí, podía verse a sí mismo alcanzando las sensaciones de sus recuerdos como cuando de niño se paraba sobre una silla para alcanzar la parte más alta de la alacena, donde estaba la bolsa de plástico oscuro en la que su mamá guardaba el chocolate que preparaba con leche los domingos por la noche. Pero nada concluyente.
Pero aún no había probado con el oído. Cómo se le iba a ocurrir probar con ese sentido del que se sentía personalmente defectuoso, era demasiado habitual que confundiera unas palabras por otras. No obstante esa noche prendió un cigarro y se fue a la cama, con las luces apagadas y el brazo extendido hacia la mesa de noche donde se encontraba el cenicero fumaba.
La oscuridad era casi total, la habitación era apenas iluminada por el tabaco quemándose en la punta del cigarro, una diminuta luz roja que encendía con más fuerza cuando él aspiraba, fue entonces que prestó atención al fenómeno de la combustión; cuando aspiraba la luz no sólo era más fuerte, resultó que también podía escucharse un ruido, casi imperceptible, discreto, sibilante, rastrero, como una serpiente susurrando sobre su cuello, y recordó que era de noche.
No quiso escuchar más y tratando de despabilarse prestó atención en los sonidos de fuera: el ondear de la sábana en el tendedero, el rechinar de la puerta que daba al patio y el crujir de las láminas del techo al pasar de los gatos. Más allá los murciélagos chillando esa canción que siempre lo había arrullado, pero ahora no era suficiente, así que volvió a poner su oído adentro.
El cigarro ya se había acabado y la oscuridad era ahora total, un fenómeno que repercutió en que se le aguzara el oído. El zumbido del refrigerador en la cocina, un coletazo más acá de alguna cuija, las patas de algún insecto caminando rastreramente sobre las hojas de algún libro. Ya la orquesta nocturna le era insoportable, lo era porque recordó que en la oscuridad esos pasos de afuera podían no ser de gatos y el rechinar de la puerta podían ser rasguños de alguna bestia desconocida, una criatura que tal vez ya hubiera entrado, de ahí que la puerta ya no rechinara, y se acercaba, porque el zumbido del refrigerador había dejado de escucharse, tal vez lo hubiera destrozado, ¿pero, sin ruido? Quizá fuera inteligente, tal vez lo había apagado. Pensaba eso cuando escuchó saltar uno de los resortes del colchón. Tal vez ya estaba ahí, en su cama.

El resorte hizo por fin saltar sus sensaciones y más allá de sus sensaciones, sus emociones infantiles: porque en ese momento recordó que su más grande temor durante aquellos tiernos años, fue el ruido, y esa sensación infantil, no volvió a abandonarlo nunca más.