11/febrero/10
Lucía nació con el muro frente a sí, dentro de sí,
fundidos el uno con el otro, como si el muro hubiera sido construido en el
momento en que Lucía nació, o quién sabe, tal vez fuera a la inversa.
Un día, el muro vino, nadie sabe de dónde. Un episodio
borrado de la memoria colectiva. Una brumosa mañana ya estaba ahí, al final del
pequeño y tenue jardín, justo de frente a la puerta trasera de la casa. Para
todos fue como si siempre hubiera estado ahí, nadie lo edificó; viejo y triste,
llegó a instalarse a un lugar que desde siempre le había pertenecido.
De niña, Lucía fue una pequeña figura opaca que se
movía sigilosa entre las sombras del interior de la casa, sin más luz ni vida,
que la que adquirían sus ojos cuando salía por la puerta trasera de la casa y
cruzaba el boscoso jardín, entonces, con el muro frente a ella, sus pupilas
tornábanse líquidas y el muro gris, húmedo, casi etéreo, parecía diluirse en
esa mirada de agua. Era sólo entonces, que Lucía irrumpía por fin en la
realidad, como si naciera cada vez que entraba al jardín.
Cada mañana durante dieciséis años, ella volvía a
nacer, emergía de las sombras y atravesaba el inmenso, pequeño jardín hasta
llegar al muro, colocábase frente al muro y, extendiendo sus manos sobre el
muro, le susurraba palabras que ni aun los ángeles comprendían; pero esa
mañana, la Lucía de los dieciséis años se percató de algo en el muro que antes
no estaba.
Corroído por los susurros constantes, el muro habíase
desvanecido un poco, lo suficiente como para que un sonido más preciso pudiera
atravesarlo. El hueco en el muro fue todo un hallazgo para Lucía, quien,
preguntándole al muro el significado de tal hecho, escuchó una voz al otro
lado.
-Durante mucho tiempo he venido aquí y nunca antes
había escuchado un sonido más dulce o mejor articulado –ni el canto de las
aves, ni el murmullo del riachuelo– que ahora. Quién eres.
-Una sombra. Igual tiempo he susurrado desde este lado
del muro y nunca voz semejante a la tuya –atronadora y clara, como un relámpago
en el desierto– me había contestado. Quién eres tú.
-Soy el ángel que guarda los lugares que la mente
humana ha olvidado.
El muro había cedido a los susurros de una sombra y de
un ángel, quienes desolados, buscaban la sola equiparable compañía del muro,
que ahora permitía que se conocieran –reconocieran, tal vez.
No se sabe cuánto tiempo pasó desde el hallazgo en el
muro. Cada mañana desde entonces, ellos conversaban a través del muro, siempre
sin verse. El muro los separaba y también los unía.
Un día, mientras hablaban, el muro se desvaneció y
sólo en ese momento pudieron los amantes verse a la cara. Ella era una sombra.
Él, un ángel. Horrorizados, ambos retrocedieron hasta abandonar aquellos
jardines metafísicos y apenas parados cada cual en la puerta de sus respectivas casas, volvieron a ser lo
que antes eran, ella, una triste, sombría mujer, él, un ominoso ermitaño.
Instalados cada quien en su espacio y su tiempo, no fueron nunca más aquella
sombra y aquel ángel fundidos en amor por el muro, que los sacaba de la
realidad para instalarlos fuera del tiempo.