Que
los cuentos maravillosos acostumbran dejar una enseñanza todos lo sabemos, también
que los dragones que custodian tesoros y princesas son una alegoría, que las
brujas no vuelan en escobas sino por el efecto de psicotrópicos y que los sapos
no se convierten en príncipes porque el sapo siempre será sapo y el príncipe
siempre un altanero… todo eso también lo sabemos, lo que no sabemos es qué
tanto hemos dejado de creer en cuentos de hadas.
Romina, por ejemplo, hija de
folcloristas, no tuvo oportunidad de vivir engañada ni si quiera durante su
infancia. A diferencia de ella, las demás niñas de su edad todavía creían que
alguna bruja las había hechizado y por eso tenían desproporcionada tal o cual
parte de su cuerpo; incluso al crecer, muchas iban y se deshacían de sus
monedas tirándolas a cualquier pila de agua mugrienta y luego pedían algún
imposible. Así eran casi todas las muchachas de su edad, excepto Romina; ella
se levantaba cada mañana sin demasiados ánimos y empezaba su vida cotidiana,
esa vida que no iba a cambiar de manera repentina por un absurdo golpe de buena
suerte o un movimiento de varita de su hada madrina, y para salir se vestía de
manera sobria y cómoda, pues sabía bien que al dar vuelta a la esquina no iba a
encontrar al amor de su vida al volante de un BMW, porque esa sería la versión
moderna del príncipe en corcel blanco. Romina sabía además que la nobleza no
iba con ella.
Como los padres de Romina viajaban
con frecuencia en su ardua labor de investigación, la chica llegaba en
ocasiones a resentir su soledad, sólo que no se
quedó encerrada a dejar crecer su cabello para arrojarlo por su ventana
y que su amado trepara por él, porque ella era alguien sin complicaciones y
decidió que era mejor abrir un pequeño bazar y entretenerse en algo productivo.
Por esa época fue cuando comenzó a sostener sus primeras relaciones
sentimentales con muchachos, relaciones que nunca tardaban más de dos meses, a
los mucho tres. Con lo poco idealista que Romina era, sus amigos se sorprendían
de lo exigente que podía llegar a ser a la hora de elegir novio, de la
incalculable cantidad de peros que ponía a los aspirantes a su corazón y la
exagerada manera de pretextar cada ruptura o fracaso; siempre había un guisante
bajo el colchón.
Luego de la última relación fallida
que Romina sostuvo en un tiempo récord de casi cuatro meses, ella se
desilusionó definitivamente de esa exacerbada cantidad de fluctuaciones
químicas del cerebro y decidió que cargaría tranquila con su soltería perenne, no
necesitaba nada más de lo que tenía; una casa cómoda, padres cariñosos que
siempre le dieron su espacio, un trabajo en donde era su propia jefa y por
supuesto, tenía a Vincent, su hermoso gato blanco con negro.
A Vincent lo conoció una noche en la
azotea de su casa, había escuchado ruidos y no sin antes tomar ciertas
precauciones subió, y en lugar de encontrar a un acechante malhechor se topó de
frente a un hermoso felino; Romina no quiso asustarlo y guardó su distancia
aunque sin dejar de observarlo, él por su parte, hiso exactamente lo mismo, y
después de unos pocos minutos tanto él como ella se fueron cada quien por su
lado. Así fue como empezaron a frecuentarse la desencantada Romina y el gato
callejero al que luego nombró Vincent.
No creo adecuado decir que fue este
un caso de domesticación porque seguramente lo más aproximado sería decir que
el noble felino y la distinguida muchacha sostuvieron un romance uno con el
otro de la manera más idílica que pueda alguien imaginarse, pues nada más
idílico que un tejado donde cada madrugada un gato y una dama se encuentran
para cenar, iluminados por lámparas estelares pendientes de un techo celeste
abovedado. No obstante, por el carácter inverosímil de la situación me
abstendré de los detalles sobre cómo el gato comía de la mano de ella durante
aquellas veladas y de cómo llegaron incluso a intimar de la forma más idealista
que alguien pudiera pensar –y nada más
íntimo e idealista que una joven que duerme y un gato echado en la cama junto a
ella, velando su sueño. No, todo esto es sencillamente inadmisible, por eso es
mejor convenir que ella estaba sola y el gato también, así que simplemente
decidieron compartir sus soledades, Romina le ofreció al gato un hogar y un
nombre, y Vincent aceptó.
Llegado a este punto de la historia
debería de decir que “vivieron felices para siempre” pero desde el principio se
ha dejado en claro que este no es un cuento de hadas y que las chicas lindas y
generosas no atraviesan por innumerables contratiempos antes de encontrar a hombre
ideal, porque éste es sólo un arquetipo al cual las mujeres equiparan y aceptan
al hombre elegido. Pues bien, resulta que Romina terminó por aceptar la
asombrosa situación en la que se había visto envuelta: Vincent, un gato
callejero decidió, no por simbiosis, sino por voluntad propia, quedarse junto a
ella y sobre su regazo ronronear en la prosperidad y sacar sus garras por ella en la adversidad. Romina sabía que
ningún beso suyo rompería ningún hechizo sobre el gato, para que éste tomara
repentinamente la forma de un apuesto mozo… así que antes de que sus padres
–que eran sumamente alérgicos al pelo animal– regresaran de uno de sus tantos
viajes, Romina se cambió de casa. Decidió que no podía hacerle tanto mal a su
querido Vincent ni hacérselo ella misma y una mañana, mientras Vincent recorría
las calles de aquel barrio, Romina hiso las maletas y se fue dejando al gato
libre de su amor.
Lo que no sabe Romina, quien en su
prodigiosa memoria cita cada cuento maravilloso con su nombre y su autor, es
que ese gato aún recorre las calles de la enorme ciudad buscándola, para que un
día al encontrarla ella lo bese y pueda romperse el hechizo que una bruja
despechada hace tiempo conjuró.