sábado, 30 de abril de 2016

Habitantes de mundos distintos

Cada tecla del piano le hacía vibrar, le hacía ver elegante cada taxi y cada particular que rebasaba el colectivo en el que viajaba, de ser de otra manera hubiera do aterrado aferrado a diez uñas al asiento en el que iba, asqueado del sudor en el brazo de la mujer gorda que estaba sentada junto a él con un niño en brazos que en silencio gesticulaba llanto mudo.
            En el extremo opuesto iba Lilia, tan fast and furious, que percibía sólo luces y el bajo de Chris Edwars y los dedos de Sergio Pizzorno rasgando la tarde, haciéndola pensar en una noche Leicestershire, una tarde que jamás vería.
            En ese momento, cada uno en su burbuja estaba lejos de sentir los hedores del albañil con sus botas de hule, el muchacho con su caja de madera en la que vendía dulces y cigarros, curtido por el sol del medio día que ya se había ido llevándose consigo otra esperanza más de una vida mejor.
            Rogers –llamado así por sus amigos en tono socarrón porque una vez, durante un partido de futbol recibió una gran paliza, pero dijo que podía durar todo el día-, se encontraba sentado justo en medio de dos ancianos que sólo habían pagado medio pasaje, el de la izquierda sobresalía por sus lentes “de fondo de botella” y el de la derecha por una cabeza cubierta de canas blancas, no plateadas como las menciona la poesía. Él pensaba en una tarde en el trópico, añorando paladear un buen ron y recostado en una hamaca, mientras en un pensamiento encajonado se preguntaba cómo había ardido el cuarto de Tula, meciéndose, en ambos planos al compás de la percusión.
            Viena para Lucas, Leicestershire para Lilia y las Antillas para Rogers, en cambio una pequeña ciudad chiapaneca para el resto de los pasajeros a bordo de la unidad 03, para aquellos que no llevaban audífonos y que no tuvieron con qué amortiguar el golpe de la muerte que se había vestido de camión de diésel aquella fatídica tarde moribunda.
            En realidad a Lucas no lo esperaba ningún conservatorio porque sólo había practicado piano seis meses con su tía abuelo cuando estuvo de paso por la ciudad, lo que lo esperaba era una beca de posgrado en el norte de la ciudad.
            Lilia esa noche sólo quería llegar a besar a sus dos pequeños, en quienes depositaba toda su fe, su esperanza y su amor, por eso los alimentaba con una dieta rica en hierro y calcio, los vestía con decoro y les hacía ver sólo programas educativos.
Rogers dejaría en el perchero de la entrada de su cas el ron, la hamaca y las percusiones, besaría a su mamá en la frente y se iría a su recámara, trataría de evitar –y sólo su agilidad para atrincherarse en su habitación decidiría si podría evitar otro sermón sobre religión.

Cada uno de esos mundos eclosionó esa tarde detrás de cintas amarillas de seguridad, en una danza de química y física, fuego y agua emitidos por aquella explosión que derrumbó cada mundo construido por su particular habitante.