La
demás gente había quedado a sus espaldas. Al cruzar esa ventana, el triangulo
de la arboleda, los hombres con sombrero, los que llevan un cigarro entre los
dedos, la música sureña, e incluso el gato que maullaba hasta casi el llanto;
todo había quedado afuera. Lo primero que sobresalía dentro era el pabellón
contra mosquitos, su blancura y espacio jamás podrían ser eclipsados ni por la
chamarra tirada en el suelo, ni por la botella grande de cristal sobre uno de
los muebles de mimbre, ni tampoco por ese joven que deambulaba por la casa; le
recordaba a Lennon, pero aún así el mosquito lo picaría a gusto.
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